Buenos Aires
Genealogía Vegetal
GRADÍN /
Curaduría
Florencia Portocarrero
Nov. 23, 2024 — Feb. 21, 2025
Acerca de la exhibición
I
A medida que la humanidad toma conciencia de la gravedad de la crisis ambiental y se reconoce –con temor– como un peligro para la continuidad de su propia existencia y la de las otras especies del planeta, se ha producido un giro ontológico en las ciencias humanas y sociales e incluso en la investigación científica. Los seres humanos hemos comenzado a observar con curiosidad y respeto formas de vida que, desde una perspectiva antropocéntrica, habíamos considerado inferiores o poco inteligentes. En este contexto, el existir de las plantas —siempre en imbricación con otros seres–, está emergiendo del lugar decorativo al que se le había relegado históricamente para transformarse en un espacio crítico para la imaginación política sobre futuros sostenibles y multiespecie.
Como argumenta la antropóloga Natasha Mayers en un artículo reciente¹, decir que las plantas y bosques forman los “pulmones de la tierra” es quedarse corto. Más poderosas que cualquier planta industrial, las comunidades de “criaturas fotosintéticas” reorganizan los elementos a escala planetaria. Al exhalar, componen la atmósfera; al descomponerse, aportan materia al abono y alimentan el suelo. Además, estudios recientes demuestran que las plantas cantan en frecuencias ultrasónicas mientras transpiran, moviendo volúmenes masivos de agua desde las profundidades de la tierra hasta las nubes más altas. Y como si esto fuera poco, absorben las emisiones gaseosas de carbono que la economía basada en combustibles fósiles genera tan abundantemente. A diferencia de los humanos, las plantas saben cómo componer mundos habitables, respirables y nutritivos para todas las demás criaturas; literalmente insuflan vida a la Tierra.
La relación entre las mujeres y las plantas tiene raíces profundas en la historia de la humanidad. Durante siglos, las mujeres han desempeñado un papel esencial como agricultoras y guardianas del conocimiento herbario, utilizando las propiedades de las plantas para alimentar y sanar a sus comunidades. Sin embargo, con el surgimiento de la botánica moderna en el siglo XVIII, se instauró una “monocultura del conocimiento” vegetal, que sentó las bases ideológicas y científicas para las plantaciones coloniales y los sistemas agrícolas industrializados contemporáneos². En este proceso no solo se ha perdido cerca del 75% de la diversidad fitogenética mundial y miles de hectáreas de bosque, sino que innumerables comunidades indígenas alrededor del mundo han sido despojadas con violencia de sus territorios ancestrales
II
En la última década, la artista Lucila Gradín (Bariloche, 1981) ha colaborado con un equipo de homeópatas, curanderas y filósofas para recuperar saberes que honran a las plantas como maestras y guías. Un punto de inflexión en su trabajo fue descubrir que toda planta curativa también es tintórea, lo que la llevó a entender el color que emana de ellas como una onda expansiva de sanación. Esta idea no es nueva: en muchas culturas, el color que las plantas producen al teñir diversas superficies textiles se percibe como una extensión de sus propiedades curativas potencialmente transferible a las personas que las usan³. Sin embargo, a Lucila le interesa explorar una noción de bienestar bastante más amplia, que incluye una reflexión sobre cómo podemos desarrollar prácticas éticas con la vida vegetal que echa raíces y teje redes de cuidado a lo largo y ancho de la Tierra. Desde entonces, la artista se ha dedicado a la creación de un herbario de plantas nativas, curativas y tintóreas, cuyos colores entiende casi como traducciones de las relaciones que definen los ecosistemas locales: las estaciones, la calidad del suelo, la biodiversidad circundante, el acceso al agua, el sol, entre otras.
La metodología desarrollada por Lucila desafía las narrativas tradicionales de la pintura occidental, disciplina en la que originalmente se formó y en la que la vida vegetal ha sido usualmente un objeto de representación secundario o marginal. En contraste, la artista despierta el metabolismo tintóreo de las plantas, permitiendo que sean ellas quienes “pinten”. La alquimia de los colores sucede en su taller, un espacio que –repleto ollas y fibras naturales y por supuesto plantas– se asemeja más a una cocina donde se cuece la vida que a un laboratorio. Cada especie tiene una forma particular de soltar el color; con algunas hay que utilizar la corteza, con otras la hoja, con otras la raíz. Algunas tienen que estar secas, otras frescas. Sin embargo, el ritual esencial es siempre el mismo: macerar, hervir, y dejar que ocurra lo que la artista describe como el encuentro “cuerpo a cuerpo” con la planta, que llena sus pulmones y cada poro con su presencia. Luego, Lucila prueba estas tintas vivas en fibra animal y papel. Finalmente, sobre los patrones previamente generados, interviene bordando y tejiendo, atreviéndose a imaginar un diálogo “más que humano” que desplaza su propia agencia artística.
III
En Genealogía Vegetal, su primera exposición en COTT Galería, Lucila explora las tecnologías tradicionales de teñido empleadas en dos árboles nativos de América: el Palo Brasil (Paubrasilia echinata) y el Palo de Campeche (Haematoxylum campechianum), cuyas historias revelan cómo la colonización europea convirtió regiones de “alta biodiversidad” en territorios extractivos, reorganizado drástica y violentamente la vida en nuestro continente.
Impulsada por la alta demanda del tinte rojo extraído de su madera –que simbolizaba lujo en la industria textil europea– la explotación del Palo Brasil marcó la primera ola de ocupación portuguesa en el siglo XVI. El comercio de este árbol resultó tan lucrativo que los primeros comerciantes comenzaron a llamar a la región “Tierra de Brasil”, en referencia al intenso color rojo, dando origen al nombre actual del país. De manera similar, el Palo de Campeche, también conocido como palo de tinte, fue intensamente explotado por los españoles en la península de Yucatán y otras áreas de Mesoamérica. Su madera era altamente valorada por producir tonos de púrpura, difíciles de obtener con otras plantas.
La transformación de estos árboles en mercancías globales tuvo consecuencias devastadoras: las comunidades indígenas fueron desplazadas y forzadas a trabajar en condiciones de semi esclavitud, mientras que el entorno natural sufría una severa pérdida de biodiversidad. Aunque la demanda disminuyó con la llegada de los tintes sintéticos en el siglo XIX, las cicatrices sociales y ecológicas persisten, y ambas especies siguen protegidas hoy debido a su histórica sobreexplotación. Genealogía Vegetal ofrece una mirada poética sobre estos episodios poco estudiados, pero cruciales para entender cómo se instauró el capitalismo extractivo en Latinoamérica. La muestra está compuesta por tres grupos de obras en las que Lucila prueba las capacidades tintóreas de estas plantas sobre diversos soportes, permitiendo que se manifiesten a través del color para luego entablar un diálogo cómplice con ellas.
Las piezas textiles Palo Brasil (2024) y Palo Campeche (2024) se presentan tensionadas en bastidores, adquiriendo una impronta pictórica. Ambas telas fueron sumergidas en los tintes vegetales durante varios días, absorbiendo los característicos tonos degradados de rojos y morados que generan áreas de color diferenciadas: más oscuras y profundas en las franjas superior e inferior, y más suaves en el centro. Sobre estas superficies, Lucila realiza bordados y puntadas con lanas de distintos colores. Los bordados interactúan con las manchas de color, trazando líneas, cruces y formas abstractas que evocan, en algunos casos, elementos naturales como montañas, paisajes ondulantes o gotas de agua.
Horizontes (2024) es una serie compuesta por nueve obras en papel que la artista expone a tintes vegetales al interior de una caja de vidrio durante exactamente veinticuatro horas. Los tintes ascienden sin control, trepando y extendiéndose por el papel, creando paisajes azarosos a partir de suaves degradados de tonos rosados que se intensifican hacia la parte superior. Hacia el centro de cada pieza, Lucila borda una franja ondulada en tonos más vibrantes, que evoca un horizonte y contrasta visualmente con la superficie lisa. En la parte inferior, teje largas lanas que cuelgan libremente, aportando un sentido de fluidez y ubicando las obras en un punto intermedio entre el dibujo y el textil.
Fusión (2024) es una “fibroescultura” hecha con lana de llama especialmente ligera y translúcida. A diferencia del algodón y el papel, la lana absorbe los tintes de manera más tenue. La pieza se basa en juego de equilibrios, que explora los pesos y la caída natural del material. Combinando tonos rojos y morados, la lana se dispone en curvas suaves que se pliegan sobre sí mismas antes de abrirse nuevamente. La forma orgánica y fluida de la pieza recuerda a los órganos reproductivos femeninos o incluso a los de las flores, evocando la idea de fertilidad.
Como gesto final, Lucila ha pintado todas las paredes de COTT con un tinte extraído de la yerba mate, impregnando el “cubo blanco” con la esencia de esta planta maestra y sagrada de América del Sur. La yerba mate, conocida por sus propiedades que fomentan el diálogo y la conexión, genera un fondo denso que evoca la espesura de una selva tropical, creando un ambiente propicio para que las demás obras puedan integrarse y compartir sus historias con nosotros.
IV
La vida en la Tierra no es posible sin la agencia de las plantas. Considerarlas como sujetos de derecho y cuidado nos plantea interrogantes éticos que pueden parecer inoportunos desde la perspectiva “tecnocapitalista”. Sin embargo, como señala María Puig de la Bellacasa⁴, no podemos permitir que estos paradigmas productivistas definan cómo valoramos los sistemas “no humanos” que sustentan nuestra existencia. Las plantas son creadoras de mundos, y debemos prestarles atención si queremos crear futuros habitables. No obstante, para reconocer sus cualidades esenciales, necesitamos superar la “ceguera vegetal”⁵, aceptar nuestra profunda interdependencia y ampliar nuestras definiciones de vida e inteligencia.
Al relacionarse con las plantas como maestras, en lugar de simples recursos, el trabajo de Lucila prefigura una forma de hacer arte que transita de la racionalidad científica a la relacionalidad. En efecto, al estudiar sus cualidades, reconocer cómo sus historias coloniales se entrelazan con las nuestras, otorgarles agencia e invitarlas a colaborar, Lucila nos lleva a imaginar un pensamiento, que a falta de mejores palabras, podríamos describir como “interespecie”. Con este gesto sencillo pero poderoso, nos recuerda que estamos incrustados en ensamblajes ecológicos profundos desde tiempos inmemoriales. Pensar y sentir estos ensamblajes como comunidades a las que pertenecemos es también expandir nuestra preocupación política más allá de los límites del supremacismo humano.
Florencia Portocarrero, curadora
Noviembre, 2024