Buenos Aires
Lo que corta es un atajo
JUNCADELLA /
Curaduría
Sasha Minovich con texto curatorial de Nancy Rojas
Jun. 19, 2025 — Ago. 2, 2025
Acerca de la exhibición
2008: érase una vez una niña accidentada y un caballo. Un animal cuya fuerza fue capaz de alterar su perspectiva de la temporalidad volteando, irremediablemente, su concepción de semejanza.
Para ese entonces, hacía muchos años que ya se había colectivizado el sentimiento de que la sola existencia de algo implicaba la circunstancia de la similitud entre eso y otra cosa. Y no hablo solamente del arte contemporáneo, sino de formas que han moldeado nuestra vida cotidiana según los paradigmas de la cultura occidental. Los mundos de este siglo ya no solo chocan sino que se replican para desaparecer, o bien para poner en escena numerosas resonancias, derrames temporales y materiales, desdoblamientos y competencias salvajes. Todo parece suscribirse al principio de semejanza. Ese que Michel Foucault figuró como una episteme dominante en occidente, como un régimen de producción de conocimiento.
La pintura constituye uno de los dispositivos más juiciosos para dar cuenta de este sistema de organización del mundo. Y también la prueba fehaciente de que hay signos de mutación en ese sistema que sugieren que quizás, en algún momento, nada se parezca a nada. Esa circunstancia, que estamos avistando parcialmente, podría conllevar a una de las crisis más tortuosas de la historia de la mirada en el escenario global. Y, por ende, a un destino catastrófico para el arte, ya que caducaría su capacidad de simbolizar, de referir, de tergiversar, de insinuar.
¿Qué nos deparará el universo cuando nada se asemeje a nada? ¿Qué sucederá cuando, parafraseando a Marshall McLuhan, dejemos de desear que las cosas y las personas se declaren seres totales?
2025: érase una vez un cuadro de grandes dimensiones y una escuela devenida en taller artístico. Un lugar cuya fuerza y energías fueron capaces de quebrar la imagen generando el desgarre de su bidimensión.
La obra reciente de Renata Juncadella, entre las que se halla el cuadro en cuestión titulado Afinidad de fuerzas, inscribe su narrativa alrededor de, entre otras, las preguntas anteriores.
Conformada por pinturas de grandes dimensiones, una intervención de sitio específico y una escultura, la exposición se ampara en una figuración donde los movimientos de entrada y salida de la autobiografía se articulan con una estética, o mejor dicho, una ideología de la fractura. Un estadio que promueve un tipo de erotismo donde su propia figura va mutando desde la oteadora a la hechicera, donde no existe la idea de reparación sino de inversión. Todo se mueve de lugar, sin remordimiento alguno, para generar espacios donde la contradicción no se resuelve, sino que se incorpora a cada micro-relato plasmado en la vida sensual de cada imagen.
Pero en la imaginería de Renata no solo encontramos formas propias de una iconografía fantástica —figuras antropomorfas, volcanes en erupción, cuerpos arrojados, la luna, el agua, un rayo, una casa cortada al medio— sino también los ecos de las voces femeninas del surrealismo latinoamericano del siglo XX. De artistas en el exilio que, como Leonora Carrington, apelaron a sus propias historias —de lucha, de voracidad artística, de filiación comunal en un contexto de vanguardia— para generar una ficcionalidad capaz de conjurar los desastres de las guerras pasadas, presentes y futuras.
La estética de la fractura se desarrolla también a través de la configuración instalativa particular, que impulsó a la transformación de esta galería. Una impronta que refuerza la condición escénica de esta narrativa afincada, como dijimos antes, en la inversión. Tomando el concepto de enantiodromía, que acuña Heteráclito y que Carl Jung define como “la aparición, especialmente en sucesión temporal, del principio opuesto inconsciente”, la artista repara en el potencial de los opuestos. Ahí es donde la fractura es entendida como una suerte de cosmovisión y no como una ruptura irreparable. Más bien, como una metáfora de la declinación de la idea de presente y futuro continuos. Un signo de deflación pero también de desmembramiento, de pulverización.
Precisamente, es en el umbral de ese imaginario que sus personajes se rinden a la ausencia de totalidad. Se fían de la mutilación para mostrarnos que no hay más opción que la mirada invertida, y que es el cuerpo-monstruo de la pintura el que nos habla de nuestras propias ruinas y del porvenir.